Pbro. Cándido Contreras
Entramos en los últimos quince días de nuestro calendario litúrgico; los católicos, en este tiempo junto a las primeras semanas del Adviento, meditamos sobre ese artículo de nuestra profesión de fe: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. Es una afirmación contundente que, si bien la pronuncian nuestros labios, en la vida normal y corriente parece no tener mayor repercusión. Vivimos, algunos de nosotros, como si esta tierra fuera la eternidad y que aquí viviremos por los siglos de los siglos. Otros, conscientes de lo transitorio de la historia, tratan de agotar todos los placeres, viviendo de forma egoísta pues no creen en la trascendencia, y dan por hecho que, una vez muertos, desaparecerán en el vacío eterno.
Los cristianos católicos somos invitados a vivir en esta historia, haciendo el esfuerzo para que la tierra se parezca cada vez más al cielo que esperamos. Con el apóstol Pedro esperamos “Los cielos nuevos y la tierra nueva, donde habita la justicia” (2 Pd 3,13). Sabemos que una vez finalizada nuestra andadura por esta tierra, podremos ser contados entre los elegidos que, según dice el texto del evangelio de Marcos, “los ángeles reunirán de los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte”. Esta es nuestra firme esperanza y por eso queremos perseverar en la fe, la esperanza y la caridad.
Hoy somos convocados por el Papa Francisco a ser conscientes de la realidad de la pobreza material que hay en el mundo; esa pobreza sin duda alguna es producto del pecado social, de habernos hecho dioses a nuestra medida y habernos alejado de la fuente de la verdad y de la vida. La pobreza material, en la que millones de nuestros hermanos están sumergidos, es una de las grandes victorias, aparentes, del maligno enemigo que desde siempre ha querido vernos vulnerados y vulnerables, carentes de vestido, alimento y calidad de vida. La pobreza material, fruto de la injusticia, hace que muchos nieguen y renieguen del amor de Dios.
La firme esperanza en la vida eterna no nos exime de seguir trabajando por una mejor calidad de vida para todos; cada creyente siempre puede hacer algo por un semejante; nuestra vida en la tierra es un regalo que Dios le hace a toda la humanidad y aunque parezcamos insignificantes cada buena obra nuestra cuenta en la construcción del bien. No somos títeres o marionetas en manos de un destino ciego e implacable; somos criaturas, creadas a imagen y semejanza de Dios, capaces de amar, pensar y crear; como Cristo Jesús, capaces de pasar por el mundo haciendo el bien (Hch 10,38).
Nuestra fe en la vida eterna no es una vana ilusión para acallar los grandes interrogantes que se abren sobre lo que podrá existir más allá de la muerte; es la convicción que fuimos creados para la vida por quien es el autor de la vida y que se definió a sí mismo como LA VIDA (Jn 14,6). Para Él, todos somos un regalo que el Padre Dios le ha hecho y no quiere perder ninguno de esos regalos (Jn 6, 39-40). Esto nos lleva a asumir con la mayor responsabilidad posible nuestra existencia sobre la tierra; el trabajo que realizamos a diario es una obra agradable a Dios, si lo hacemos como regalo hacia los demás.
¿Cómo será nuestra vida en la eternidad? No es posible explicarla ya que está más allá del espacio y del tiempo, las únicas categorías de las cuales podemos hablar. El Señor Jesús la comparó con una fiesta de bodas; pero más que lo material, son las vivencias que se tienen al compartir la alegría de la vida con los seres amados. El cielo será algo parecido, compartir la alegría de vivir en el bien con la realidad de Dios y con todos los seres humanos que han optado por el bien. Vivir, sin cansarnos, de contemplar la hermosura del bien.
Oración
Señor Jesucristo, Divino Juez de vivos y muertos,
Tú aparecerás glorioso un día,
el día final de nuestra vida,
y cada uno según, sus obras,
producto de su fe, esperanza y caridad,
llegará a la plenitud en la eternidad
o vivirá la amargura del fracaso perenne.
Nos invitas a estar atentos
y a no permitir que las falsas distracciones
nos hagan perder el rumbo de la vida.
Nos has elegido para vivir en la felicidad eterna
pero no nos obligas a aceptar esa elección.
Te pedimos la gracia de sabernos perdonados
y la constancia para perseverar en el bien.
Ayúdanos a realizar nuestras diarias tareas
con alegría, responsabilidad y generosidad.
Y, cuando llegue el momento de verte glorioso,
concédenos estar preparados
para entrar a gozar contigo,
con nuestros seres queridos
y con todos los elegidos,
de la vida bienaventurada
por los siglos de los siglos. Amén.