El tema de la Navidad
Tinieblas y luz, enemistad y paz, muerte y vida… constituyen el fondo contradictorio de las lecturas bíblicas de esta Navidad. Y, en primer plano, un niño, con su encanto y su fragilidad, su misterio y su destino. Los símbolos alcanzan profundidades a las que las palabras no pueden acercarse, y es natural que la liturgia nos presente hoy abundantes símbolos para describir un misterio indecible: Dios que se hace hombre.
El Evangelio: Lc 2,1-14
Para todos nosotros, creyentes en Cristo Jesús, el niño nacido en Belén representa el «sí» de Dios a la historia del mundo y de los pueblos. Dios ha decidido amar a «este» mundo, a «este» ser humano, sin pensárselo dos veces, y nos lo ha dicho con el nacimiento de su Hijo. El relato de Lucas se inscribe en esta perspectiva. La referencia inicial al imperio romano, con la mención del emperador y de Quirino como gobernador de Siria por parte de Roma, no pretende ante todo ofrecer las coordenadas incontrovertibles de un acontecimiento histórico. Ante todo, Lucas quiere hacer una teología de la historia, mostrando cómo Jesús responde a las expectativas de Israel y de la humanidad. No es casualidad que la obra de este evangelista -que incluye el Evangelio y los Hechos- comience con Jerusalén y termine con la llegada de Pablo a Roma. El niño que nace da sentido a la historia de toda la humanidad, transformando -como intuye Orígenes en una hermosa homilía sobre la Navidad- el censo en un libro de vida.
José, que se pone en camino con su esposa encinta, no es un vagabundo errante, sin rumbo ni sentido. Todo ser humano conoce caminos engañosos, sendas seductoras, caminos cerrados. Nuestros caminos pueden resultar errantes sin destino, cuando deambulamos entre necesidades y miedos, laberintos y bosques oscuros… José y María nos enseñan a tener un destino, pero sobre todo nos enseñan que todo camino humano no es igual desde el día en que la Salvación de Dios recorrió nuestras carreteras empedradas de odio, indiferencia y lágrimas. El hecho de que Lucas se centre en una familia pobre de la ciudad de Nazaret con el trasfondo del imperio romano, con sus emperadores y legados, es intencionado.
El camino de Dios pasa por los caminos de María y José, de Zacarías e Isabel, de los ancianos Simeón y Ana: son los anawîm Jhwh que esperan la salvación del Señor y no de los poderes fuertes de la sociedad de la época. Por la misma razón, Lucas insiste en los pañales y el pesebre, signos modestos y sin adornos. Es la manera que tiene Dios de no ofrecer signos llamativos de su Presencia. El hombre, que quiere encontrarlo, debe aprender a reconocerlo en el llanto de los pobres, en el lamento de un niño, en el silencio de los condenados. A los pastores, los ángeles les dan como signo «un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre». Sin embargo, este niño es el hoy de la salvación divina ofrecida a todo hombre, el salvador que libera y perdona los pecados, el Cristo Señor que vence a la muerte. Este niño es el «sí» que Dios pronuncia, sin arrepentimiento, sobre el hombre y la historia. Y si Dios, en su Hijo, de una vez para siempre, ha pronunciado su «sí», esto significa que toda criatura es digna de ser acogida y que ninguna vida es indigna de ser vivida. Si Dios ha dicho su «sí», tenemos la certeza de que ese ser inquieto, nostálgico, enfermo, sediento… que es el ser humano, podrá encontrar respuesta a sus preguntas. Los gemidos de la creación, del hombre y del Espíritu (cf. Rm 8) ya no son los jadeos de un moribundo, sino los dolores de una parturienta, que espera con impaciencia el nacimiento de «un cielo nuevo y una tierra nueva…. la ciudad santa, la nueva Jerusalén…», donde Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos” y donde “ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron” (Ap 21,1-4).