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Meditemos la Palabra de Dios: Fiesta de la Sagrada Familia, 29 de Diciembre de 2024

El tema de la fiesta

Las lecturas de este Domingo nos hablan de dos familias, distantes en el tiempo, pero cercanas en el arcano designio divino. La primera, compuesta por Elcana, su esposa Ana y el pequeño Samuel, vivía en Ramá, un pueblecito de la región montañosa de Efraín, donde Raquel lloraría un día a sus hijos al partir al exilio. La otra familia, en cambio, formada por José, María y su hijo Jesús, de 12 años, vivía en Nazaret, un pueblo de Galilea poco conocido y apreciado. Dos familias como tantas otras, con problemas de infertilidad y de espera, de hijos y de supervivencia cotidiana, que de pronto ven irrumpir en su seno un misterio. Familias corrientes que, en su ir y venir, se encuentran con el templo y el sentido de la vida.

El Evangelio: Lc 2,41-52

El viaje de María, José y Jesús a Jerusalén no es tanto para mostrar la obediencia de la familia de Nazaret a la ley que prescribe la peregrinación en la fiesta de la Pascua, sino más bien para llevar a Jesús al templo, la casa de «su Padre», donde Jesús pronunciará sus primeras palabras recogidas en el Evangelio de Lucas: «¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?». De nuevo el templo, pues, como punto focal del viaje de una familia, pero esta vez el que se sienta en el templo, en medio de los doctores y maestros, no es sólo el hijo de un hombre, sino el hijo del Padre, que escucha e interroga, asombrando a todos los presentes «por su inteligencia y sus respuestas». Este interés exquisitamente teológico lleva a Lucas a no detenerse demasiado en los detalles del viaje y del desconcierto. La preocupación de los padres y otras dinámicas psicológicas tampoco deben oscurecer el elemento central, que sigue siendo Jesús en el templo y su sabiduría que dejó a todos estupefactos. El evangelio lucano de la infancia se cierra como se había abierto: en el templo Zacarías recibe el anuncio del misterioso nacimiento de Juan y en el templo Jesús habla del Padre ante los ojos atónitos de los espectadores. Pero, ¿qué significa todo esto?

Para comprender la profundidad del relato, podemos partir del asombro que embarga a María y José cuando se encuentran con Jesús en el templo, en medio de los doctores. Este asombro se expresa mediante un verbo griego que también se utiliza para indicar el asombro de la multitud ante la enseñanza de Jesús: un asombro que lleva «fuera de sí». Al reprender a su hijo, María hace hincapié en los lazos de sangre, pero la respuesta de Jesús muestra a su madre otra manera de entender el plan de Dios para la historia humana: el misterio de su persona.

María y José, por tanto, también son llamados a hacer un viaje. «¿Por qué me buscaban?» no constituye un reproche del hijo a sus padres, sino que indica “el lugar” que hay que buscar. Hay que salir de uno mismo para saborear la sabiduría de Dios. El hombre intenta encerrar a Dios en el perímetro de sus pensamientos, de sus leyes, de sus templos: los construidos por sus propias manos. El templo donde habita Dios no está construido con el compás de la sabiduría mundana: «He aquí que los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener; mucho menos esta casa que yo te he construido», había dicho Salomón en el momento de la construcción del primer templo (1 Reyes 8). En el momento en que el hombre cree haber agarrado a Dios y ponerlo de su parte, Dios lo abandona, porque no conocemos el punto de vista de Dios: Dios está siempre más lejos. Una experiencia ardua, que María y José también deben aprender, y el texto lo subraya, afirmando que «no entendían la palabra que les había dicho». Una familia -también la de Nazaret- se construye sobre todo en la conciencia de su propia limitación, que no permite el acceso directo al misterio del Otro; el Otro que es Dios, pero también el hijo, el padre, la mujer, el esposo. Sólo el don permite el acceso, porque en el don el amor no ata sino que se pone al servicio, no conquista sino que acoge, no quiere ganar a toda costa sino que se da en gratuidad. Entre María y José, por un lado, y Jesús, por el otro, está el templo. No para dividir o empobrecer el afecto, sino para hacerlo más profundo y más libre.