Comunicaciones ArquiMérida

MEDITEMOS LA PALABRA DE DIOS EN EL II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD 5 DE ENERO DE 2025

Pbro. Ramón Paredes

El tema del domingo

En el clima de la Navidad, las lecturas de hoy nos llevan a fijar de nuevo nuestra mirada en el hombre pequeño inmerso en el gran plan de Dios. Los tres pasajes bíblicos nos animan a mirar hacia arriba: hacia la Sabiduría que todo precede, al Plan que no deja nada al azar, a la Palabra que comunica el misterio de Dios. Es una mirada positiva sobre el destino del hombre y de la creación, una respuesta a las preguntas perennes: ¿de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos?

El Evangelio: Jn 1,1-18

El prólogo del evangelio de Juan es un himno a esta Sabiduría, identificada con el Verbo, que, tiene, desde el principio, su propia existencia y subsistencia con el Padre, pero sale al encuentro del hombre y de su historia. El Dios soberano y trascendente no permanece encerrado en sí mismo sino que, a través de su Palabra, desgarra el misterio, convirtiéndose en fuente de vida y de relación. Todos sabemos que, para llegar a ser un «yo», el hombre necesita un «tú». Según el libro del Génesis, Adán está llamado a realizarse en el encuentro con alguien que «está delante de él» (texto hebreo). ¿Y Dios? Dios también quería la relación, la ansiaba, y por eso emprendió su viaje para encontrarse con el hombre. Siguiendo la tradición veterotestamentaria, Juan nos dice que Dios es deseo de comunión y de pertenencia. En el diálogo, cada uno se sitúa ante el rostro del otro, movido no por una sed de dominio o posesión, sino por el deseo de acoger, porque sólo en el amor tiene sentido el encuentro con el otro. Sólo en el encuentro reside el secreto de la verdadera alegría.

En medio de este viaje, el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros. Y así, Él que no habita en templos construidos por manos humanas y a quien los cielos no pueden contener, quiso instalarse en la carne del hombre, en la fragilidad de un cuerpo, en la oscuridad de un vientre materno. Un teólogo ortodoxo ha escrito que «el amor comienza donde termina la armadura del ego, cuando la otra persona es más importante para mí que mi supervivencia, que cualquier pretensión de justicia, que cualquier garantía, efímera o eterna; cuando estoy dispuesto a aceptar incluso la condena eterna por el bien de los que amo» (Yannaras). En el camino hacia las profundidades, el Verbo asumió al hombre tal como es, y la carne del hombre se ha convertido en la morada de Dios. Dios habita ahora en el «ser ser carnal» (sarx) y ya no en una tienda, en un templo, en una iglesia.

En la segunda parte del himno, la Palabra reanuda su camino hacia arriba, hacia Dios, pero no va sola. Con él va la humanidad «carnal», transformada por el amor. El destino del viaje es Dios mismo, el Dios santo, a quien «nadie ha visto jamás», porque nadie puede verlo cara a cara sin morir (Ex 33,20-23). La Palabra lo ha revelado y el Señor ha mostrado su rostro a los seres humanos. El viaje termina con un encuentro esperado y anhelado, porque, al fin y al cabo, se busca a Dios: «Busco tu rostro Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 27). La Faz de Dios es la tierra prometida que el hombre anhela.

Un midrash cuenta que Moisés murió en la tierra de Moab con un beso de Dios. Quería entrar en la tierra y, por ello, había entablado una lucha con el Señor que se lo negaba. Cielo y tierra, ángeles y justos intercedieron por él… pero Dios se mantuvo inflexible. Y sin embargo, en el momento supremo -cuando llegó la hora de la muerte- Dios dio un beso a Moisés y el profeta murió allí, en la tierra de Moab, «en la boca de YHWH». Él, que no había podido ver a Dios cara a cara, encuentra su realización en un beso de Dios.

El prólogo de Juan presenta el mismo objetivo. Ahora, sin embargo, no hay obstáculos ni nada ni nadie podrá separarnos de Dios: en el Hijo encarnado, Dios ha besado a los hombres y ha abierto para todos el camino de la paz. ¿Querrá el ser humano recorrerlo?