Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz / pbroparedes3@gmail.com
El tema del domingo
La destructividad y la agresividad, la hostilidad y el miedo dominan con frecuencia las relaciones y las situaciones de la vida, tanto personal como social. El otro se convierte a menudo en un enemigo al que hay que derribar, conquistar o vencer. Los estudios psicológicos y antropológicos documentan hoy con abundantes pruebas que en el dominio de las cosas y en el odio sutil que cultivamos hacia los demás, se manifiesta el instinto mortífero que habita en nosotros. «El pecado que habita en nosotros», del que hablaba Pablo, mina profundamente nuestras relaciones y nuestra propia subsistencia. Para algunos, es la propia naturaleza la responsable de la agresividad humana; para otros, el comportamiento humano depende del condicionamiento social. Las lecturas de hoy son un intento de comprender las raíces de la violencia a la luz de la fe y ofrecen las premisas indispensables para movilizar el amor por la vida y por todo lo que existe.
El Evangelio: Lc 6,27-38
El amor al enemigo está en el corazón de la ética de Jesús, y el texto del Sermón de la llanura propuesto por el tercer evangelio lo demuestra con toda claridad. Los enemigos de los que habla Lucas son los que odian, maldicen, calumnian, golpean, oprimen repetidamente: los que, en definitiva, son hostiles a los discípulos de Cristo, por alguna razón motivada o incluso perversa.
No sólo se crea odio en situaciones de la vida personal, sino también odio hacia la comunidad cristiana como tal, como dejan claro los repetidos pronombres personales de segunda persona del singular y del plural. Y aquí radica la paradoja y el escándalo: la respuesta cristiana de amor es inmotivada desde el punto de vista humano. La ley de la justicia proporcional exigiría una actitud totalmente distinta, mientras que Jesús proclama: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian…». De este modo, Jesús entrega a sus discípulos un modelo radicalmente distinto de la ‘medida de la justicia’ vigente en los códigos y costumbres judiciales. A diferencia de Qumrán -que sólo considera ‘hermano’ a quien pertenece a la misma comunidad- y de la práctica cotidiana -que ante el agresor se arma y reacciona-, Jesús pide a sus discípulos que consideren también ‘prójimo’ al perseguidor. El imperativo de Jesús bloquea la lógica que rige el derecho agraviado y el instinto humano, proponiendo una relación libre de amor fáctico y asimétrico: ‘odia a tu enemigo’ se convierte en ‘ama a tus enemigos’.
Liberado del principio de reciprocidad y de cualquier objetivo y/o táctica -incluidas la conversión y la vinculación «natural»-, el amor cristiano sólo encuentra su razón de ser en el comportamiento de Dios. No se presenta un modelo estoico, ni la voluntad de apostar por el amor para vencer al adversario. Tampoco se mencionan resultados futuros; sólo se presenta el modelo divino y el objetivo de llegar a ser «hijos del Altísimo (Mateo dice «Padre celestial»), que es bueno con los ingratos y los malvados«.
El motivo del amor hacia los enemigos es el comportamiento de Dios, que se compadece de todos, como afirma el Salmo 145: «El Señor es bueno con todos y su compasión es para todas sus criaturas». Por tanto, la actitud cristiana no está motivada por proyectos comunes, armonía cultural u objetivos sociales: el fundamento es teológico. Lucas invita a sus lectores a reproducir, en su propia manera de amar, los rasgos característicos del amor benevolente y misericordioso de Dios. El enemigo y el malvado siguen siendo «prójimos» para el cristiano, porque a la justicia divina no le basta con que el malvado sea vencido; lo que a Dios le importa es que el culpable sea redimido. Una lógica inquietante, no podemos negarlo. Es evidente que esta lógica no puede servir como carta constitucional de las sociedades o de los Estados. Y, sin embargo, la cruz de Cristo confirma que la justicia queda satisfecha cuando no sólo Abel, sino también Caín encuentran la paz en el abrazo del Padre. Gracias al Amor.