Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz / pbroparedes3@gmail.com
El tema del domingo
En este domingo, que precede inmediatamente al tiempo de Cuaresma, la Palabra nos lleva a reflexionar de nuevo sobre la Sabiduría, con una invitación a abrir a la novedad de Dios nuestros horizontes estrechos y nuestras experiencias culturalmente marcadas por una pereza mental que deja poco espacio al Espíritu. Dar crédito a la Sabiduría de Dios significa abrirnos a una lógica que está más allá de la sabiduría humana. Dios es siempre nuevo y diferente, y por eso hay que buscarlo siempre, porque nunca puede ser poseído ni encerrado en esquemas mentales marginales y marchitos.
El Evangelio: Lc 6,39-45
El pasaje lucano que nos presenta la liturgia de hoy retoma no sólo el motivo del Eclesiástico que acabamos de presentar, sino también el texto evangélico del domingo pasado, perteneciente al discurso de Jesús a los discípulos sobre un lugar llano (cf. Lc 6,12). Se hace hincapié en la vara de medir para evaluarse a uno mismo y a los demás. Claramente, los dos textos suponen una comunidad desgarrada por juicios mutuos y situaciones en las que unos se consideran superiores a otros: una comunidad en la que los ciegos escrutan la paja en el ojo de su hermano sin tener en cuenta su propia viga. Se confía demasiado en los propios juicios, sin tener en cuenta el juicio de Dios. La seriedad con la que los evangelistas denuncian la hipocresía no debe entenderse principalmente a partir del comportamiento del partido de los fariseos, fuera de la comunidad cristiana, sino a la luz de lo que ocurre dentro, donde la mentira corre el riesgo de llevar a la comunidad a la ruina: ciegos que guían a otros ciegos.
No es fácil comprender cuál es la situación real detrás de un juicio tan duro, pero el contexto comunicativo de la sección muestra una comunidad que escucha, pero no hace lo que se le dice. Es quizás una escucha a medias, que desprecia a Dios y a los hermanos/hermanas. Una comunidad que probablemente evita hacerse preguntas incómodas, conformándose con un Dios «domesticado» a la exterioridad de una piedad superficial. De hecho, en el versículo que sigue al pasaje de hoy, Jesús reprende duramente a los cristianos que aparentan ser hombres piadosos (¡Kyrie! ¡Kyrie!), pero obran la maldad: «¿Por qué me llaman ‘Señor, Señor’ y no hacen lo que digo?» (9,46).
Una reprimenda decididamente chocante si se tiene en cuenta que va dirigida a los creyentes «ortodoxos», ¡que reconocen en Jesús al Kyrios! Ante esta situación intracomunitaria, Lucas anuncia una nueva reciprocidad entre los miembros de la Iglesia de Cristo y ofrece un criterio para discernir la bondad de las personas: las obras. La bondad procede de un corazón bueno, la maldad de un corazón malo. Para Lucas, como para Mateo, la ortodoxia (recta comprensión) es una mentira si no va acompañada de la ortopraxis (recta acción).
¿Qué hacer entonces? ¿Y cómo hacer que el comportamiento sea auténtico? Lucas no se cansa de repetirlo: la conciencia del propio límite y la consiguiente actitud de misericordia es lo que mejor responde al sentir de Dios. Todo esto, sin embargo, no debe constituir una coartada para el deber de asumir una responsabilidad que no conoce medidas. La ética de la responsabilidad es el fundamento de las relaciones recíprocas. La actitud cristiana, por tanto, no se inspira en el puro humanismo y menos aún en intereses y conveniencias. La cultura grecorromana conocía la regla de la reciprocidad y la amistad, pero no es éste el modelo del discurso de Jesús en el Evangelio de Lucas. Se trata más bien de lo que podría llamarse una «nueva reciprocidad», que tiene como «criterio» la responsabilidad divina y humana.
Lucas invita a sus lectores a reproducir los rasgos característicos del amor benevolente y misericordioso de Dios en su propio modo de amar. Esto no significa, sin embargo, tomar como criterio una indulgencia forzada que interpreta el mal como bien y cierra los ojos ante la cobardía, acabando por aprobar lo que, en cambio, debería reprocharse. No. Por el contrario, se trata de amar como Dios nos ha amado y de vivir con autenticidad. Liberado del axioma de la reciprocidad y de cualesquiera otros intereses y tácticas, el amor cristiano sólo encuentra su razón de ser en la actitud de Jesús, porque el discípulo no está por encima del maestro. Por tanto, no se toma como modelo un principio estoico, aunque noble, ni el desafío de quien apuesta por el amor para vencer al adversario. No se mencionan resultados futuros. Sólo se presenta el modelo divino, formulado en la máxima que preside el pasaje del domingo pasado y el de hoy: ¡sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso! (v. 36).