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PENTECOSTÉS: EL INICIO DE UNA IGLESIA EN SALIDA

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Departamento de Liturgia/Comunicaciones

Pentecostés: El fuego que nos renueva

Cada año, al llegar los cincuenta días después del Domingo de Resurrección, la Iglesia celebra una de las solemnidades más profundas y transformadoras del calendario litúrgico: Pentecostés. Esta festividad no solo marca el cumplimiento de una promesa divina, sino que también se convierte en un punto de partida: el nacimiento de la Iglesia y el envío misionero de los discípulos, transformados por la fuerza del Espíritu Santo.

Lejos de ser una celebración estática, Pentecostés es un acontecimiento vivo, actual, que cada año nos invita a renovar nuestra fe, nuestra entrega y nuestro ardor evangelizador.

El significado bíblico de Pentecostés

Pentecostés tiene sus raíces en una fiesta judía, conocida como Shavuot, que celebraba la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí y también las primicias de la cosecha. En el Nuevo Testamento, este contexto adquiere un nuevo significado.

En Hechos de los Apóstoles, leemos que, reunidos en el cenáculo, los apóstoles y María reciben al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego y un viento impetuoso. No es una experiencia privada o aislada: es pública, transformadora, comunitaria. El temor se convierte en audacia, la confusión en claridad y el encierro en envío.

El fuego y el viento, símbolos del Espíritu, evocan la presencia poderosa de Dios a lo largo de la historia de la salvación: desde la zarza ardiente en el Éxodo hasta el soplo de vida sobre Adán en el Génesis. En Pentecostés, Dios no solo está cerca: habita en el corazón de los creyentes. Esta es la gran novedad del Nuevo Testamento: la presencia del Espíritu en la Iglesia y en cada cristiano.

Pentecostés hoy: ¿Un recuerdo o una realidad viva?

Sería un error considerar Pentecostés como un mero recuerdo histórico. La acción del Espíritu Santo no se limita a un episodio del pasado. Hoy, también nosotros estamos llamados a experimentar ese «nuevo Pentecostés» que tanto pidió San Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II. El mundo actual, con sus avances y sus heridas, con sus logros y sus crisis, necesita con urgencia cristianos encendidos por el fuego del Espíritu.

Vivimos tiempos de cambios rápidos y profundos, en los que muchas personas buscan sentido, verdad y consuelo. La Iglesia, animada por el Espíritu, está llamada a ser signo de esperanza, faro de luz y fermento de unidad. Pentecostés nos recuerda que no estamos solos en esta misión: el mismo Espíritu que animó a los primeros discípulos, hoy sigue soplando sobre nosotros.

El Espíritu Santo, alma de la Iglesia

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «el Espíritu Santo es el principio interior de toda acción vital y verdaderamente salvadora en cada parte del Cuerpo de Cristo» (CIC 798). Sin el Espíritu, la Iglesia sería una institución más, sin vida ni misión. Con Él, se convierte en una comunidad viva, en peregrinación, en salida.

Los sacramentos, la Sagrada Escritura, la oración, la comunión entre los fieles, todo lo que constituye la vida de la Iglesia, está impregnado por la acción del Espíritu. Él mismo nos consuela en la tribulación, nos ilumina en la duda, nos fortalece en la prueba. Nos convierte en testigos de la Resurrección, con palabras, obras y, sobre todo, con una vida coherente.

Los frutos del Espíritu: señales de una vida nueva

San Pablo nos ofrece en la carta a los Gálatas una lista preciosa de lo que significa vivir según el Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí. Estos frutos no son metas imposibles, sino consecuencias naturales de una vida abierta a la acción divina.

En una sociedad a menudo marcada por la prisa, la ansiedad y el individualismo, vivir según el Espíritu es un testimonio contracultural. Implica aprender a escuchar, a discernir, a esperar; a dejar que el corazón sea modelado por Dios y no por las modas o presiones del entorno. También, un compromiso activo por la justicia, la paz y la dignidad de toda persona.

Pentecostés y la misión evangelizadora

El Espíritu Santo no se derrama sobre los discípulos para que se queden en Jerusalén, sino para que salgan «hasta los confines de la tierra». Esa misión no ha terminado. Aún hay corazones que no conocen el amor de Cristo. Aún hay heridas que sanar, cadenas que romper, soledades que acompañar. Cada bautizado, por la fuerza del Espíritu, es misionero. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de vivir cada momento con fe y amor, siendo reflejo de la presencia de Dios.

María, mujer de Pentecostés

No podemos hablar de Pentecostés sin recordar la presencia silenciosa y fuerte de María en el cenáculo. Ella, llena del Espíritu desde la Anunciación, acompaña a los apóstoles en la espera, en la oración, en la acogida del don divino. María es modelo de apertura, de docilidad, de escucha. Nos enseña a guardar y meditar todo en el corazón, a caminar en la fe incluso cuando el horizonte parece incierto.

Una iglesia sinodal, guiada por el Espíritu

Nuestro querido y recordado Papa Francisco nos recordaba la importancia de redescubrir la sinodalidad como estilo de vida eclesial. Caminar juntos, discernir juntos, escuchar juntos: todo esto solo es posible si dejamos espacio al Espíritu Santo. No se trata de aplicar estrategias humanas, sino de dejarnos conducir por Dios, que habla a través del clamor del pueblo, de la Sagrada Escritura, del magisterio y también de los signos de los tiempos.

En este tiempo de Pentecostés, levantamos nuestra oración con humildad y esperanza: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Que esta no sea una invocación vacía, sino el eco sincero de un corazón dispuesto a ser renovado. Porque el mundo necesita testigos, no solo maestros; necesita profetas, no solo analistas. Y eso solo es posible si dejamos que el Espíritu haga su morada en nosotros.

Pentecostés no es el final de la Pascua, sino su plenitud. Es el inicio de una Iglesia en salida, de una fe encarnada, de una esperanza activa. Que el fuego de Pentecostés nos renueve, nos purifique y nos envíe. Porque la misión continúa, y el Espíritu sigue soplando.