Rvdo. P. Ramón Paredes
Rector del Seminario San Buenaventura
Venerables Sacerdotes
Autoridades, profesores y demás representantes
de la Universidad de los Andes
Apreciados Seminaristas, religiosos y religiosas
Hermanos y Hermanas en Cristo
A todos ustedes gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre.
Fray Juan Ramos de Lora llega a esta ciudad de Mérida el 26 de febrero de 1785, convirtiéndose en su primer obispo. Viene curtido de una vasta experiencia misionera y cargado de un gran celo apostólico. Su diócesis abarcaba extensos territorios, impensables pastoralmente para esto tiempos que corren, marcados por grandes penurias y necesidades pastorales.
Abrazar a Cristo en la cruz es la impronta, que, como buen franciscano, lleva Fr. Juan en su mente y corazón, y que se convierte en el horizonte de su trabajo misionero en esta porción de la Iglesia que se le ha confiado.
Servir al pueblo de Dios como pastores exige una buena preparación; pastores dotados de buenas cualidades que puedan suplir las necesidades espirituales, y a veces materiales, de cantidades de pueblos y comunidades, ante esta urgencia se necesita un seminario para formar a estos pastores.
El 6 de mayo de 1785 Fray de Lora expone esta necesidad al Rey, y le pide la fundación de un Seminario Tridentino en Mérida, en la antigua casa de los PP. Franciscanos que se encontraba abandonada, y los distintos cauces para su financiación. Año y medio después, el 14 de septiembre de 1786, llega a Mérida la Real Orden de aprobación para que fuera fundado el Seminario Conciliar en el antiguo convento de los franciscanos. Nuestro obispo bendijo e inauguró el Seminario Tridentino de San Buenaventura el 1 de noviembre de 1790.
Así se inicia la formación de los futuros sacerdotes. Pero las ambiciones del Obispo Ramos de Lora iban más allá; él quería que los estudios cursados en el Seminario San Buenaventura de Mérida fueran convalidados en cualquier Universidad y audiencia para la recepción de grados y méritos, y así se lo pedía al Rey; esto irá haciendo que nuestro seminario se vaya convirtiendo en el germen de la futura Universidad de los Andes.
El fruto de todo este trabajo que soñó y empezó a hacer realidad Fray Juan, lo recogerán los obispos sucesores; él sembró la semilla, entre tantos sudores, para que floreciera el campo de la cultura, manifestado en el estudio y la preparación académica.
La atención al clero fue un ámbito fundamental en su oficio de Obispo; así como su interés en organizar y reglamentar el culto cristiano en la diócesis. Obliga al clero a permanecer residenciado en sus respectivas parroquias, a cuidar en detalle el oficio de la predicación, a prestar gran cuidado en la atención a los indígenas, a quienes hay que ver como hermanos, hijos de Dios, y no como esclavos, y en muchos casos ante la pobreza que experimentaban algunos sacerdotes, el mismo obispo, de su peculio, les ayudaba para su sustento.
Sin embargo, la caridad y el amor a Cristo le urgen como pastor, y Fr. Juan calva sus ojos en los pobres y en los enfermos. Desde que llegó a la diócesis no cierra sus ojos ante el abandono y la pobreza que se refleja en su obispado, en especial en los territorios fuera de la ciudad de Mérida. Se esfuerza por ampliar el hospital de que había en Mérida para que puedan ser atendidos más pobres y necesitados, y atiende a los pobres y menesterosos con gran generosidad.
Así fueron transcurriendo los días de nuestro emérito obispo Fray Juan Ramos; su salud no era robusta y van mermando sus fuerzas, y se van eclipsando proyectos y sueños en la mente de tan grande obispo. El 9 de noviembre de 1790, a las seis y tres cuartos de la mañana expiró este gran pastor. Pobremente murió, el que nada tuvo, a imitación de su padre S. Francisco. Dinero no dejó el obispo, todo lo gastó en sus obras y en sus pobres.
He querido hacer este recorrido por la obra de Fray Juan, porque hoy a 240 años de la fundación del Seminario San Buenaventura y de la Universidad de los Andes, no podemos si no dar gracias a Dios por el don maravilloso que dio a esta ciudad emeritense en su primer obispo Fray Juan Ramos de Lora. No cabe duda que en el esfuerzo de Fray Juan, por tener una digna casa de estudio, se hizo realidad la súplica del salmista: “Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos” (Sal 90,17).
Este Seminario San Buenaventura sigue formando pastores dotados de buenas cualidades que puedan suplir las necesidades espirituales, de cantidades de pueblos y comunidades de nuestra Arquidiócesis, tal y como lo soñaba Fray Juan. De igual modo la Universidad de los Andes sigue formando profesionales en las distintas ramas del saber para generar progreso y bienestar en nuestra sociedad.
Si es verdad que ambas casas de estudio tienen sus planes de estudio bien definidos, yo quisiera recordar que más allá de lo académico está la más alta aspiración de todo ser humano de conocer lo verdadero, lo bueno, lo bello y esperar en un destino que lo trasciende.
Por eso considero que todo nuestro esfuerzo educativo ha de abrirse campo en el horizonte de la sabiduría; el principio de la sabiduría no es solo el “Timor Domini” el principio de la sabiduría, también lo es el “conocimiento de sí mismo”, el “se ipse novit”.
Por ello San Agustín recordaba: “En gran estima suele tener el humano linaje la ciencia de las cosas terrenas y celestes; pero sin duda son más avisados los que a dicha ciencia prefieren el propio conocimiento” (De Trinitate IV,1).
Debemos educar en esta sabiduría de experimentar a Dios y conocernos a nosotros mismos por el camino de una genuina y profunda interioridad. Unido a esto no deja de ser significativa la necesidad de educar para construir fraternidad. Necesitamos de los demás para ser nosotros mismo; sólo podemos llamar a Dios Padre si nos reconocemos hermanos de los demás.
Esta es la gran lección que nos deja el evangelio de hoy, con esta parábola del fariseo y el publicano. Según el evangelista, Jesús pronunció esta parábola pensando en los que, convencidos de ser «justos», dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás, señalando y destruyendo a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: «Yo no soy como los demás». Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentarse ante Dios con los mismos méritos. El recaudador, por su parte, entra en el templo, pero «se queda atrás». No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. «No se atreve a levantar los ojos al cielo», hacia ese Dios grande e insondable. «Se golpea el pecho», pues siente de verdad su pecado.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
La conclusión de Jesús es asombrosa. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa transformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios y no reconociendo al publicano como su hermano, sino condenándole. En la Venezuela de hoy, tan fragmentada, el reconciliarnos y el ser constructores de fraternidad será la prueba fehaciente que estamos siendo verdaderos discípulos de Jesús.
Como arzobispo no me queda más que reiterarles mi profunda estima por el trabajo que hacen ustedes tanto en este Seminario como en la Universidad de los Andes; y pido a Jesús de Nazareth, aquel que es la plenitud de la verdad y el destino del hombre, que les guíe en sus caminos y que los haga servir al bien de esta sociedad emeritense.
Así sea.