Pbro. Cándido Contreras
Con la celebración de este quinto domingo de cuaresma entramos en la última etapa del camino cuaresmal, para adentrarnos, el próximo domingo, en la celebración de los misterios más solemnes de nuestra fe cristiana. Uno de los aspectos que podemos apreciar en la presente celebración es la confesión silenciosa del pecado, el sincero arrepentimiento desde lo más profundo del corazón y el deseo de lanzarnos, como san Pablo, hacia adelante para alcanzar, en la meta, el premio que nos ha asegurado el Señor: la gloria celestial.
Personalmente me impacta encontrar en el evangelio lo que llamo “la confesión silenciosa”, de pecadores públicos, a quienes el Señor absuelve públicamente; el caso de la adúltera, que con un exquisito acierto literario nos trasmite el cuarto evangelio, es uno de ellos. Sentimos la tentación de justificar o condenar a aquella innominada mujer; los escribas y fariseos buscan tender una trampa al Señor para acusarlo de ir contra la “La Ley de Dios”. Los fariseos no buscan “erradicar el mal” como lo indica el libro del Deuteronomio (22,22); de hecho, no detienen al varón infractor tal como lo indica el precepto, sino que se ensañan contra la mujer, seguramente víctima del machismo imperante.
El Señor Jesús nos sorprende con su actitud; en vez de averiguar qué ha sucedido, en vez de convertirse en juez, en vez de convertirse en defensor o acusador, parece tomar distancia y empieza a escribir, con el dedo, en el suelo. ¿Qué puede significar este gesto? Nuevamente las explicaciones varían y todas ellas pueden ser válidas. Yo lo veo como el silencio que invita a la reflexión, a examinarse cada uno, y al arrepentimiento, si luego de ese examen se encuentran acciones no buenas.
La insistencia de los acusadores, para hacer que el Señor cayera en su trampa, lo lleva a pronunciar una sentencia que es, al mismo tiempo, una invitación a la conversión: “El que esté sin pecado que lance la primera piedra”. Esta declaración es al mismo tiempo una revelación del rostro misericordioso de Dios; si objetivamente vemos errores y equivocaciones en nuestros prójimos esto no debe ser motivo para convertirnos en jueces implacables y en verdugos justicieros; el pecado ajeno es quizá reflejo del pecado propio. Luego de pronunciar esas salvadoras palabras, el Maestro sigue escribiendo en el suelo.
Bien curioso este escribir de Dios en la fragilidad efímera de una tierra arenosa donde se borrará quizá de inmediato; sin embargo, su Palabra, no escrita sino pronunciada y oída por el ser humano, suscita conversión. El texto no nos habla que el Señor Jesús estuviese con sus discípulos; suponemos que estarían con Él; el hecho está que el llamado a la reflexión surtió efecto y que el arrepentimiento fue un hecho en la vida de la mujer. Dice el texto que “todos se retiraron, empezando por los más ancianos”; uno quisiera que el retirarse incluyese arrepentimiento y conversión; los discípulos también debieron retirarse; estos últimos fueron aprendiendo con éxitos y fracasos que no basta con la reflexión y el arrepentimiento; hace falta la conversión, el esfuerzo personal y comunitario para no seguir actuando mal.
La mujer adúltera pasa de ser víctima a ser una “misericordeada”; el Señor no la condena, sino que la invita a que, en adelante, no peque más; no sabremos nunca el nombre de aquella mujer, pero sí conocemos nuestros nombres; también nosotros somos pecadores, hemos sido condenados, acusados, muchas veces castigados, despreciados y señalados, sin embargo, cada uno, es “misericordeado” por el Buen Dios. La fragilidad y la debilidad continuamente nos acompañan, pero la misericordia de Dios es muy grande; su palabra absolutoria siempre está repitiéndose silenciosamente en nuestro corazón “Yo tampoco te condeno… en adelante no peques más”.
ORACION EN EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA -ciclo c-
Señor Jesucristo, nuestro verdadero Maestro,
acudimos a Ti en todas nuestras aflicciones
y sabes, mejor que nadie, cuánto necesitamos
de tu Palabra Misericordiosa, llena de comprensión.
Nuestra debilidad, aupada por el maligno,
nos lleva a cometer muchos errores;
el principal de ellos: convertirnos en jueces,
llenos de incomprensión e insensibilidad,
ante las fragilidades de nuestros semejantes.
¡Nos es tan fácil juzgar, condenar y sentenciar,
a quienes sorprendemos en sus indecentes pecados!
¡Cuántas piedras quisiéramos lanzar
para ajusticiar ejemplarmente a quienes sus pecados
son causa de nuestro dolor y escándalo!
Perdónanos, oh Señor Misericordioso,
y ayúdanos a saber reconocer
los propios pecados
para abandonar nuestros deseos de venganza.
Danos la gracia de seguirte en tu camino
siendo misericordiosos como el Padre Celestial. Amén.