Comunicaciones ArquiMérida

Meditemos La Palabra de Dios en el IV Domingo de Pascua11 de Mayo de 2025

Pbro. Ramón Paredes

El tema del domingo

A menudo oímos decir que la crisis actual es una crisis de sentido. Arrastrados por las olas, sin ideologías seguras y sin pie firme, los hombres se parecen cada vez más a náufragos, buscando un pañuelo de tierra en el que apoyarse. No sé si las tribulaciones de nuestro siglo son tan diferentes de las de tantas épocas pasadas y tantas otras por venir. Una cosa es cierta: recorriendo los pasajes propuestos por la liturgia de este domingo, uno tiene la sensación de que la historia puede leerse en dos niveles. Uno es el de los acontecimientos que se suceden, trágicos y -a primera vista- vacíos de sentido y de esperanza. El otro es el más profundo, invisible a los ojos de la mayoría, perceptible sólo para una mirada de fe, que busca las huellas de Dios en la tierra, sabiendo que Aquel que ha construido nuestro futuro no nos negará su respuesta.

El Evangelio: Jn 10,27-30

La imagen del Buen Pastor está estrechamente relacionada con la multitud de la que habla el Apocalipsis, no sólo porque el Cordero que murió en la cruz es también el Pastor que dio la vida por su rebaño, sino también porque -más allá de los titulares de prensa que recibimos cada día- la historia de tantos hombres y mujeres es la historia de quienes sufren por amor: por un forastero, por un hambriento, por un niño o por un anciano frágil postrado en un lecho de dolor… Los pocos versos del evangelio de Juan ofrecen un modelo perenne de amor auténtico, que une a hombres y mujeres de toda raza, pueblo y lengua: un modelo, dice Juan en el evangelio de hoy, fundado en el conocimiento, en la ofrenda de la vida y en la comunión entre el Padre y el Hijo.

El conocimiento, en primer lugar. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn 17,3). La vida se define aquí por el verbo conocer, que no tiene nada que ver con el conocimiento puramente intelectual de Occidente y menos aún con un conocimiento de tipo gnóstico. En sentido semítico, conocer tiene que ver con una relación de auténtica intimidad, que exige compromiso y responsabilidad, cuidado y amor. La vida cristiana brota de esta experiencia de conocimiento profundo de la pertenencia al Padre y al Hijo, que Él ha enviado al mundo. No hay otra fuente de vida que la relación con Dios. El creyente sabrá cuál es su lugar en el mundo cuando haya recuperado la experiencia de Dios en su vida. Una experiencia que no está atada por vínculos convencionales y formales, porque Dios puede suscitar hijos de Abraham incluso de las piedras. El hombre que ha establecido una relación de conocimiento con Dios, ya no puede prescindir de Dios, ya no puede deshacerse de él, ya no puede dejarlo. Como la madre de su hijo, o como la mujer del hombre que ama. El don de la propia vida es sólo el signo supremo de esta intimidad.

La ofrenda de la vida. El pastor conoce y ofrece la vida por su rebaño. El ser de Dios es un ser-para-los-otros. Para los demás. Somos nosotros los que hacemos distinciones entre dignos e indignos, nobles y comunes… Dios, no. Dios va en busca de la oveja perdida y esa herida se la echa a los hombros. Dios no es un mercenario que sólo se preocupa de su propia seguridad y supervivencia. En más de una ocasión, los Evangelios insisten en la posibilidad, que tenía Jesús, de salvar su propia vida siguiendo un camino de poder. Especialmente Lucas insiste en esta tentación. En el momento supremo de la cruz, se oye tres veces: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo» (Lucas 23).  Pero la lógica de Dios es totalmente opuesta a la del mercenario, que huye cuando se acerca el peligro o el enemigo. Es otra lógica, otra perspectiva. Es un sentimiento que desgraciadamente no tenemos, porque el Amor no nos pertenece realmente. Nos es dado vivir fragmentos de amor, pero en verdad no sabemos lo que es el Amor. Sólo Dios es Amor, y sólo Él puede dárnoslo.

La comunión del amor. El amor en Dios se llama Padre, Hijo y Espíritu. En Juan, el vínculo de amor que existe entre el Padre y el Hijo recorre todo el Evangelio. Es un vínculo exigente porque implica la misión, la obediencia y el don de la vida. De este amor nace un camino de gratuidad, creativo, eficaz, capaz de salir de sí mismo, de ir (eis telos), que no significa sólo «hasta el fin», sino también «hasta la suprema realización». Me parece que el testimonio que el mundo necesita de los hombres de Iglesia es éste, y no otro.