Comunicaciones ArquiMérida

La Palabra de Dios en el 29º Domingo del Tiempo Ordinario.

En un contraste evocador y dramático, las lecturas de este domingo nos presentan, por una parte, el cuarto canto del siervo de YHWH, en el famoso pasaje del profeta Isaías, y, por otra, la petición de los dos hijos de Zebedeo que quieren los primeros puestos en el Reino. Contraste evocador, porque en el primer caso hay una vida cuyo sentido consiste en el don y el servicio que libera, mientras que en el otro la vida se entiende como ascenso al poder. Dos maneras de enfocar la propia existencia; opciones que interpelan al creyente de todos los tiempos, eternamente tentado -como todo hombre- de vivir por sí mismo y para sí mismo.

Como los demás anuncios de la pasión que Jesús había presentado a sus discípulos, el tercero va seguido también de la reacción de éstos, que señalan su total incomprensión del camino de Dios. Santiago y Juan son dos de los primeros llamados y su petición de ocupar los asientos derecho e izquierdo en el glorioso advenimiento de Jesús (v. 37) debe entenderse a la luz de la profecía de Dan 7, según la cual el Hijo del Hombre vendría al final de los tiempos como juez y Señor de un reino eterno. En este reino, los dos hermanos desean puestos de honor. La contra pregunta de Jesús (v. 38) altera la perspectiva de su petición al centrarse en el cáliz y el bautismo. La mención del «cáliz» evoca el sufrimiento (Sal 75,9; Is 51,17; cf. Mc 14,36) y el «bautismo» -con la inmersión- es el símbolo de la muerte. Por tanto, a través de estas metáforas, Jesús devuelve a los dos hermanos a una comprensión auténtica del Reino y de la lógica paradójica que lo distingue: participan en el Reino quienes -como Jesús- son capaces de dar la vida por amor.

La entrada de los otros diez da mayor fuerza a la eclesialidad de la siguiente instrucción, que subraya la diferencia entre los potentados del mundo y la iglesia de Cristo. La expresión «entre vosotros», repetida tres veces, actúa como catalizador de la atención de los lectores y como conducto de una norma comunitaria en la que prevalece un nuevo orden: en la iglesia de Dios, las relaciones se regulan sobre la base de la oblación y no del poder. La cruz se convierte así, en Marcos, no sólo en una epifanía de los paradójicos caminos de Dios, sino también en un modelo para el camino de quienes deciden seguirle.

No se está muy lejos de la verdad si se supone que los discípulos descritos por Marcos en su Evangelio representan de algún modo a los lectores reales de su tiempo, y de todos los tiempos. Piensan en Jesús como un hombre dotado de poderes divinos (theios anêr), un poderoso taumaturgo, un héroe todopoderoso. Se trata probablemente de lectores «entusiastas», que se centran en la resurrección como acontecimiento salvífico y cuya eclesiología está fuertemente imbuida de los modelos imperiales de la época, centrados en el poder y el éxito. A esta idea de Cristo y de la Iglesia, Marcos opone una figura de «lector modelo» centrada en la población. Al principio de su Evangelio, Marcos no precisa la tentación de Jesús, como Mateo y Lucas; sólo dice que Jesús «fue tentado».

Poco a poco, a lo largo de la narración, se va educando al lector sobre la verdadera tentación de Jesús (y de la Iglesia primitiva): confiar en uno mismo y en el poder del mundo antes que en Dios. Esta es la alternativa radical ante la que se sitúan el Mesías, la comunidad cristiana y el creyente individual; una alternativa que Agustín expresó así: “amor a uno mismo hasta el olvido de Dios o amor a Dios hasta el olvido de uno mismo”. Jesús venció la tentación y optó por el olvido de sí mismo para entregarse al hombre: éste es el sentido de la cruz. Y, de este modo, reveló a Dios y su designio de amor. La cruz, por tanto, en la perspectiva cristiana, debe leerse como un don que no exige ni aplasta: un camino de salvación, que no quiere «conquistar» al otro, sino servirle, liberándole de la esclavitud y la alienación.

Ayer como hoy, en el mundo y en la Iglesia, la ética dominante está del lado del poder y no del amor crucificado. La cruz, en cambio, muestra la otra cara de las cosas: dice que la victoria no está en el éxito, sino en la oblación, y que la salvación del hombre no se funda en el pedestal de la diplomacia o de la sabiduría mundana, sino en las piedras que desecharon los constructores (cf. Mc 12,10).

Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz.