Comunicaciones ArquiMérida

Orar con la Palabra de Dios: REFLEXION EN EL DOMINGO XXXII ORDINARIO -ciclo b-

Palabra

Pbro. Cándido Contreras

Otra página del evangelio nos regala el Señor, este domingo, para seguir creciendo en la fe, la esperanza y, sobre todo, en la caridad. El episodio de una pobre viuda que le entrega a Dios, a través de la alcancía del templo, “todo lo que tenía para vivir” es una hermosa lección que, junto a la primera lectura, nos hablan cómo han existido, existen y existirán personas que viven alegremente su total confianza en la bondad de Dios.
Pero no es solamente eso; el episodio de la viuda está precedido por una advertencia de parte del Maestro hacia sus discípulos, los de ayer y los de todos los tiempos: “Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad”. Cuidado con una religión de apariencias; cuidado con las liturgias donde es más importante el adorno y las vestiduras que la relación sincera con Dios; cuidado con explotar a los demás en nombre de Dios.
La exhortación que nos hace el Señor es muy importante tenerla en cuenta para no engañar a los demás y, sobre todo, para no intentar acallar nuestra conciencia con una falsa religiosidad. Nadie niega que la celebración pública de nuestra fe, la liturgia, requiere adornos, vestiduras, música, gestos, ritos que intentan expresar el gozo, la alegría, el agradecimiento por lo dones recibidos de Dios. También cuando la tristeza, el dolor, la angustia, la incertidumbre nos abruman tenemos ritos, gestos, vestiduras, cantos que lo intentan reflejar. Pero lo puramente externo no basta; eso tiene que estar respaldado por un sentimiento interno y una profunda convicción en el amor que Dios siente por cada ser humano.
Dolorosamente constatamos que muchos de los recursos económicos y artísticos que se invierten en celebraciones religiosas se quedan sólo en lo externo, buscando el aplauso y el reconocimiento de las personas sin tener ninguna repercusión en la vida. Muchas veces hay un gran desgaste personal por realizar muy bien una ceremonia religiosa pero el corazón está muy lejos del amor, de la misericordia, de la compresión, de la solidaridad, de la verdadera entrega a Dios.
De allí que el gesto religioso de la viuda que le entrega a Dios “todo lo que tenía para vivir” es la gran lección de la auténtica fe, esperanza y caridad. Las viudas en Israel, en tiempos del Señor y a lo largo de muchos siglos, eran parte de las personas con mayor necesidad. Vivían de la limosna; dependían de la bondad de los demás que a lo largo de la historia nunca han faltado, ni faltarán. La viuda que deposita las “dos pequeñas monedas de cobre” en la alcancía donde otros depositaban cantidades mayores, se hace merecedora del reconocimiento del Señor Dios, hecho hombre. Para Dios no cuenta la cantidad que se dona sino el amor con que se hace.
En nuestra sociedad regida por los indicadores económicos los cristianos católicos estamos llamados a ser buenos administradores de las cosas materiales para ser generosos los unos con los otros. No podemos seguir aplaudiendo el despilfarro y tratando de moldear nuestra vida a lo que la industria de la publicidad quiere imponer. Se ha dicho, y es una gran verdad, que la familia es la primera escuela; es en cada una de nuestras familias donde el compartir solidario debe ir haciendo camino para que logremos superar el famoso dicho “lo tuyo es mío pero lo mío es mío”. La oración del Padre Nuestro, pronunciada desde el corazón, nos ayuda a vivir como hijos del Padre siempre providente y nos permite mirar a los demás como a nuestros verdaderos hermanos. No necesitamos vivir de apariencias; necesitamos vivir en la verdad que todos necesitamos de todos y que todos podemos ayudar a todos. Todos podemos dar algo de lo que somos y tenemos.

ORACION

Padre Dios, Padre Nuestro, Padre de todos,
nos creaste a tu imagen y semejanza,
capaces de amar y ser amados,
capaces de generosidad ilimitada,
capaces de darnos sin esperar recompensa.
Gracias por el don de la vida
y por darnos a nuestros semejantes
como hermanos y compañeros de camino.

Tu amado Hijo, Jesucristo, nos enseñó
a expresar nuestra fe con las obras.
Nos enseñó a dar desde nuestra pobreza
y a compartir las riquezas,
que deben ser un bien para la humanidad.

El enemigo malo nos seduce
para que vivamos de apariencias;
nos quiere seducir para aparentar
una religiosidad que no alimenta la fraternidad.
“¡No nos dejes caer en la tentación!”.

Padre Bueno, que tu Santo Espíritu
nos ayude a vivir con sinceridad
nuestra fe, esperanza y caridad.
Que Él nos haga cada día,
más generosos con nuestro tiempo,
con nuestras cualidades
y con nuestros recursos materiales.

A ti Padre Bueno, la gloria y el honor,
por medio de tu Hijo Jesucristo,
que, junto al Espíritu Santo,
viven y reinan por los siglos de los siglos. Amén.